¡¡¡MUY FELIZ DÍA A TODOS LOS TRABAJADORES!!!
"El 1 de mayo de 1955—escribe un testigo presencial— Roma era un hervidero de gente sencilla y morena, con mirada abierta y espontánea. Aquí y allá, en los bares y vías que acercan al Vaticano, grupos de hombres, mujeres y niños, mezclados en alegre algarabía, despachaban el leve bagaje de sus mochilas y apuraban unas tazas de rico café. En su derredor parecía soplar un aire nuevo, sin estrenar. Hasta tal punto que el semblante de la Ciudad Eterna, acostumbrado a todos los acontecimientos y a todas las extravagancias de todos los pueblos de la tierra, parecía asombrado ante aquella avalancha nueva de cuerpos duros y curtidos y de almas ingenuas, que desbordaban todo lo previsto."
Se diría que había un presentimiento. Cuando
aquellos grupos confluyeron en una de las grandes plazas romanas y a lo largo
de las amplias márgenes del Tíber e iniciaron su marcha hacia el Vaticano,
flotaba algo en el ambiente. La vía de la Conciliación se estremecía con un eco
nuevo, el de las rotundas voces de los obreros del mundo, que, al compás de
bravos himnos, y bajo sus guiones y pancartas, representando a todos sus
hermanos del mundo, avanzaban al encuentro del Papa.
Era una riada inmensa de vida, de calor, de
entusiasmo. Bajo el crepitar de los camiones, cargados de trabajadores, que con
sus instrumentos de trabajo avanzaban hacia la plaza de San Pedro, corría una
multitud alegre y sencilla, gritando hermosas consignas: "¡Viva Cristo
Trabajador! ¡Vivan todos los trabajadores! ¡Viva el Papa!". Aquellos
doscientos mil hombres superaban el viejo latido de odio y de muerte,
cambiándolo por otro de resurrección y de vida.
Oigamos de nuevo al mismo cronista: "Con
espíritu nuevo y conciencia clara de la nobleza trabajadora la inmensa
muchedumbre fue llenando, en creciente oleaje, la monumental plaza de San
Pedro. Las fontanas se transformaron en racimos humanos y sobre la enardecida
concentración el obelisco neroniano parecía un dedo luminoso que apuntaba
tercamente la ruta de los luceros, la única capaz de redimir al doliente mundo
del trabajo. A los pies mismos de la basílica se detenía el oleaje humano y
bajo el balcón central de la iglesia más monumental del cristianismo se
levantaba el rojo estrado papal. Pronto apareció en él la blanca figura del
Vicario de Cristo mientras la plaza entera vibraba en un ensordecedor griterío
y un continuo agitar de pañuelos y pancartas. Las fontanas parecían abrir sus
bocas para gritar, el obelisco se estiraba más y más hacia el cielo y la
majestuosa columnata de Bernini tenía un movimiento de gozo y de gloria. Todo
se movía en torno al Cristo en la tierra, y por las cornisas y capiteles —como
bandada de palomas al viento— iban saltando los gritos de paz, trabajo y amor.
"De la inmensa plaza se fueron destacando
pequeños grupos de obreros, portadores de mil obsequios calientes que el mundo
del trabajo ofrecía al Papa. Los vimos subir las gradas del estrado y
arrodillarse, con sus manos llenas y toscas, ante el Cristo visible en la
tierra. Algunos, con serenidad, decían una frase densamente aprendida. Otros,
vencidos por el momento grandioso, lo olvidaban todo e improvisaban ricas
espontaneidades, O no hacían más que mirar al Papa, cara a cara, y llorar. La
plaza seguía gritando por su descomunal boca de doscientos cuarenta metros de
anchura y volando en alas de los doscientos mil corazones de obreros. Sólo
cuando el Papa se levantó quedó muda y sobrecogida, como un desierto
silencioso. Sobre el silencio palpitante vibró la voz del papa Pío XII.
“¡Cuántas veces Nos hemos afirmado y explicado
el amor de la Iglesia hacia los obreros! Sin embargo, se propaga difusamente la
atroz calumnia de que "la Iglesia es la aliada del capitalismo contra los
trabajadores". Ella, madre y maestra de todos, ha tenido siempre
particular solicitud por los hijos que se encuentran en condiciones más
difíciles, y también, de hecho, ha contribuido poderosamente a la consecución
de los apreciables progresos obtenidos por varias categorías de trabajadores.
Nos mismo, en el radiomensaje natalicio de 1942, decíamos: "Movida siempre
por motivos religiosos, la Iglesia condenó los diversos sistemas del socialismo
marxista y los condena también hoy, siendo deber y derecho suyo permanente
preservar a los hombres de las corrientes e influjo que ponen en peligro su
salvación eterna".
"Pero la Iglesia no puede ignorar o dejar
de ver que el obrero, al esforzarse por mejorar su propia condición, se
encuentra frente a una organización que, lejos de ser conforme a la naturaleza,
contrasta con el orden de Dios y con el fin que ÉI ha señalado a los fieles
terrenales. Por falsos, condenables y peligrosos que hayan sido y sean los
caminos que se han seguido, ¿quién y, sobre todo, qué sacerdote o cristiano
podrá hacerse el sordo al grito que se levanta del profundo y que en el mundo
de Dios justo pide justicia y espíritu de hermandad?"
Sin embargo, la fiesta, con toda su hermosura,
hubiera podido quedar como una más entre las muchas que se han celebrado en la
magnífica plaza de San Pedro y el discurso como uno de tantos entre los
pronunciados por el papa Pío XII. No fue así. Por boca del Sumo Pontífice la
Iglesia se aprestó a hacer con la fiesta del 1 de mayo lo que tantas veces
había hecho, en los siglos de su historia, con las fiestas paganas o sensuales:
cristianizarlas.
El 1 de mayo había nacido en el calendario, de
las festividades bajo el signo del odio. Desde mediados del siglo XIX esa fecha
se identificaba en la memoria y en la imaginación de muchos con los bulevares y
las avenidas de las grandes ciudades llenas de multitudes con los puños
crispados. Era un día de paro total en que el mundo de los proletarios
recordaba a la sociedad burguesa hasta qué punto había quedado a merced del
odio de los explotados. Y esa fiesta, la fiesta del odio, de la venganza
social, de la lucha de clases, iba a transformarse por completo en una fiesta
litúrgica, solemnísima, del máximo rango (doble de primera clase), con su
hermoso oficio propio y su misa también propia.
El Papa lo anunció con toda solemnidad:
"Aquí, en este día 1 de mayo, que el mundo del trabajo se ha adjudicado
como fiesta propia, Nos, Vicario de Jesucristo, queremos afirmar de nuevo
solemnemente este deber y compromiso, con la intención de que todos reconozcan
la dignidad del trabajo y que ella inspire la vida social y las leyes fundadas
sobre la equitativa repartición de derechos y de deberes”.
"Tomado en este sentido por los obreros
cristianos el 1 de mayo, recibiendo así, en cierto modo, su consagración
cristiana, lejos de ser fomento de discordias, de odios y de violencias, es y
será una invitación constante a la sociedad moderna a completar lo que aún
falta a la paz social. Fiesta cristiana, por tanto; es decir, día de júbilo
para el triunfo concreto y progresivo de los ideales cristianos de la gran
familia del trabajo. A fin de que os quede grabado este significado... nos
place anunciaros nuestra determinación de instituir, como de hecho lo hacemos,
la fiesta litúrgica de San José Obrero, señalando para ella precisamente el día
Uno de Mayo. ¿Os agrada. amados obreros, este nuestro don? Estamos seguros que
sí porque el humilde obrero de Nazaret no sólo encarna, delante de Dios y de la
Iglesia, la dignidad del obrero manual, sino que es también el próvido guardia de
vosotros y de vuestras familias".
Y desde aquella tarde serena y gozosa el 1 de
mayo entraba en el calendario católico bajo la advocación de San José Obrero.
Los liturgistas pondrán, ciertamente, una vez
más, su nota de escrúpulo ante esta fiesta de tipo ideológico, recordando que
el ciclo litúrgico es esencialmente conmemoración de acontecimientos, no de
ideas. Sin embargo, aunque en la línea de una exquisita pureza litúrgica pueda
caber la discusión, no hay lugar a ella desde el punto de vista pastoral. Una
fiesta, inserta en una fecha ya consagrada como exaltación del trabajo, resulta
pedagógicamente admirable, en orden a llevar de una manera gráfica, plástica,
colorida y vital un manojo de ideas a las muchedumbres de hoy.
Plástica, colorida y vital resulta la idea de la
dignidad del trabajo cuando la encontramos, no al través de unos párrafos
oratorios, sino encarnada en la sublime sencillez de la vida del mismo padre
putativo de Jesucristo. Él había dicho ya en el Antiguo Testamento: “Mis
caminos no son vuestros caminos y mis pensamientos no son vuestros
pensamientos". Cualquiera de nosotros, consultado, hubiera sido de opinión
de que era preferible que Jesucristo, puesto a traer al mundo el mensaje de una
ideología que forzosamente habría de chocar con el mundo de entonces, hubiera
nacido rodeado de lo que solemos llamar un prestigio social: de familia
ilustre, sin angustias económicas, en alguna ciudad, como la antigua Roma, que
resultase crucial en la marcha de los tiempos.
Pero no fue así. Antes al contrario. Jesucristo
elige para sí, para su Madre bendita, para San José, un ambiente de auténtica
pobreza. Entendámonos: no un ambiente de pobreza más o menos convencional, de
vida sencilla pero al margen de preocupaciones económicas, sino la áspera realidad
de tener que ganarse el pan trabajando, de tener que disipar los tenues
ahorrillos en el destierro, de tener que sufrir muchas veces la amargura de no
poder disponer ni siquiera de lo necesario.
Desde los Evangelios apócrifos, con su
muchedumbre de milagros adornando la niñez de Jesucristo, hasta el mismo San
Ignacio poniendo, con encantadora ternura, la figura de una criadita que
acompañe al matrimonio camino de Belén, los cristianos nos hemos rebelado
muchas veces contra ese designio de la Divina Providencia que se nos antojaba
excesivo. Cuando hemos querido imaginar a la Santísima Virgen le hemos dado
siempre trabajos que traían consigo un halo de poesía:
La
Virgen lava pañales
y
los tiende en el romero...
Pero lo cierto es que la Virgen habría de lavar
más de una vez las humildes escaleras de la casita y barrer el pobre taller, y
preparar la frugal comida. Y, junto a ella, también a San José habría de
corresponderle su parte en las consecuencias de tanta pobreza.
Sabemos que fue carpintero. Alguno de los Padres
apostólicos, San Justino, llegó a ver toscos arados romanos trabajados en el
taller de Nazaret por el Patriarca San José y el mismo Jesús. Fuera de esto,
todo lo demás son conjeturas. Pero conjeturas hechas a base de certeza, si cabe
hablar paradójicamente, pues, por mucho que queramos forzar nuestra
imaginación, siempre resultará que fue difícil y dura la vida de un pobre
carpintero de pueblo, que a su condición de tal ha añadido las tristes
consecuencias de haber vivido algún tiempo en el destierro.
Porque si algunos ahorros hubo, si algo pudo
llegar a valer aquel tallercito, ciertamente que todo hizo falta cuando, como
consecuencia de la persecución de Herodes, la Sagrada Familia hubo de marchar a
Egipto. Dura la vida allí. Dura también la vida a la vuelta.
En este ambiente vivió Jesucristo. Y éste es el
modelo que hoy se propone a todos los cristianos. Para que cada cual aprenda la
lección que le corresponde.
Quiere la Iglesia que la fiesta de San José
Obrero sirva, como dice la sexta lección del oficio, para despertar y aumentar
en los obreros la fe en el Evangelio y la admiración y el amor por Jesucristo;
sirva para despertar en los que gobiernan la atención hacia aquellos que
sufren, y el deseo de poner en práctica las cosas que pueden conducir a un
recto orden en la sociedad humana; sirva para corregir en la sociedad los
falsos criterios mundanos que en tantas ocasiones llegan a penetrarla por
completo.
Insistamos en esta triple idea.
Como consecuencia de la profunda revolución que
supuso el maquinismo surgió, a mediados del siglo XIX, una nueva clase social;
el proletariado. No puede decirse que esta clase social se haya apartado de la
Iglesia. En realidad, estuvo en la mayor parte de los países, salvemos
excepciones tan gloriosas como Irlanda, totalmente al margen de ella. Sometida
a unas condiciones infrahumanas de vida, a una jornada agotadora de trabajo, a
una situación económica aflictiva, hubo forzosamente de abrirse a ideologías
paganas y materialistas. Gestos tan nobles como la magistral encíclica del papa
León XIII Rerum Novarum cayeron en el vacío. Una sociedad que
se llamaba cristiana desoyó por completo tales llamamientos. Entonces surgió
poderoso, amenazador, el auge del marxismo, y posteriormente el arraigo del
comunismo en esas masas, y su triunfo político en algunas naciones.
A tal situación se trata de oponer, más que una
ideología, un símbolo: el de San José Obrero. Late en él toda una concepción de
la vida, y del papel del trabajo en ella. Diríamos que toda una teología del
trabajo. Como dice el responsorio de sexta y de nona: "El verbo de Dios,
por quien han sido hechas todas las cosas se ha dignado trabajar por sus
propias manos... ¡Oh inmensa dignidad del trabajo que Cristo santificó!"
Es más: en ese mismo trabajo resplandece una ley divina, establecida por el
Creador de todas las cosas, según recuerda la oración de la misa.
Pero la fiesta no es sólo una predicación de la
dignidad del trabajo y un recuerdo de que ese trabajo ha sido compartido por el
hijo de Dios y por San José. Es también un aldabonazo en la conciencia de
quienes gobiernan. A ellos se les recuerda cuáles son sus obligaciones en
relación con los pobres y con los humildes. Dice así el papa Pío XII: "La
acción de las fuerzas cristianas en la vida pública mira, ciertamente, a que se
promueva la promulgación de buenas leyes y la formación de instituciones adaptadas
a los tiempos, pero también más aún significa el destierro de frases huecas y
de palabras engañosas, y el sentirse la generalidad de los hombres apoyados y
sostenidos en sus legítimas exigencias y esperanzas. Es necesario formar una
opinión pública que, sin buscar el escándalo, señale con franqueza y valor las
personas y las circunstancias que no se conforman con las leyes e instituciones
justas o que deslealmente ocultan la realidad. Para lograr que un ciudadano
cualquiera ejerza su influjo no basta ponerle en la mano la papeleta del voto u
otros medios semejantes. Si desea asociarse a las clases dirigentes, si quiere,
para el bien de todos, poner alguna vez remedio a la falta de ideas provechosas
o vencer el egoísmo invasor, debe poseer personalmente las necesarias energías
internas y la ferviente voluntad de contribuir a infundir una sana moral en
todo el orden público".
No se trata de algo puramente retórico. Hay
detrás de todo esto auténticas tragedias. Como, en esta misma fiesta, decía el
papa Juan XXIII en 1959: "A diario llega a nosotros el grito doloroso de
tantos hijos nuestros que piden pan para sí y para sus seres queridos, buscan
trabajo, solicitan empleo seguro... A ellos, por tanto, debe dirigirse la común
solicitud, y confiamos en que, con oportunas medidas y con solícito cuidado, se
resuelvan las dificultades encontrándoles la debida y necesaria fuente de
sustento y de serenidad familiar".
Desgraciadamente, se hace necesario también una
tercera actuación de esta fiesta, no sólo sobre los trabajadores y los
dirigentes, sino sobre la misma sociedad. El Evangelio de la fiesta nos
recuerda el desdén con que las gentes contemporáneas de Jesucristo comentaban,
al oír su predicación, que se trataba del hijo de un carpintero. Después de
veinte siglos de cristianismo todavía queda mucho de aquél, y estamos lejos de
apreciar en nuestra vida corriente y normal la sublime dignidad del hombre,
aunque sea de condición humilde y tenga que trabajar con sus manos. Nos
escandaliza encontrar en la historia épocas en que este trabajo era, en
ambientes que se decían cristianos, algo deshonroso, que podía incluso, si se
encontraba en los antepasados, impedir el acceso a algunas Ordenes religiosas.
Pero no nos costaría mucho encontrar idénticos criterios mundanos, paganos,
construidos de espaldas al verdadero cristianismo, en nuestra misma sociedad de
hoy. Hay mucho que reformar. Para que los puestos de dirección se den a quien
se lo merezca, y no por razón de nacimiento o influencia; para que nuestras
clases sociales sean permeables, y sea, por consiguiente, fácil el paso de unas
a otras; para que se superen añejos prejuicios raciales o sociales; para que en
todas partes, en las Asociaciones católicas, en los colegios, en el trabajo, en
la amistad, todos nos sintamos verdaderamente hermanos.
Este es el triple fruto que la Iglesia se
propone obtener con la institución de la fiesta de San José Obrero.
Ningún colofón final mejor que reproducir aquí
la hermosa oración con que el papa Juan XXIII terminaba su alocución en esta
fiesta el año 1959.
"¡Oh glorioso San José, que velaste tu
incomparable y real dignidad de guardián de Jesús y de la Virgen María bajo la
humilde apariencia de artesano, y con tu trabajo sustentaste sus vidas, protege
con amable poder a los hijos que te están especialmente confiados!
"Tú conoces sus angustias y sus
sufrimientos porque tú mismo los probaste al lado de Jesús y de su Madre. No
permitas que, oprimidos por tantas preocupaciones, olviden el fin para el que
fueron creados por Dios; no dejes que los gérmenes de la desconfianza se
adueñen de sus almas inmortales. Recuerda a todos los trabajadores que en los
campos, en las oficinas, en las minas, en los laboratorios de la ciencia no
están solos para trabajar, gozar y servir, sino que junto a ellos está Jesús
con María, Madre suya y nuestra, para sostenerlos, para enjugar el sudor, para
mitigar sus fatigas. Enséñales a hacer del trabajo, como hiciste tú, un
instrumento altísimo de santificación".
LAMBERTO
DE ECHEVERRÍA
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